lunes, 17 de febrero de 2014

TRES MINUTOS.



Bella la dama oscura pasaba en las mismas calles de la cuidad sulfuro, de la cuidad agonía, del mismo sitio donde tantas veces había hecho de la suya gracias a su destino eterno de ser, ella, la parca, la madre muerte, soñolienta, aletargada, esperando suavemente el momento justo de hacer lo que desde un principio se le encargó, matar a los hombres y mujeres, uno por uno, de la forma que merecen morir.

Esperaba bella, con una paz que solo un muerto posee, la calma de la noche le ayudaba a hacer su trabajo, el aire fresco, el pulso perfecto, el corazón que se queda entre los pulmones con latidos distanciados el uno del otro, poco respiraba, poco sonreía, solo esperaba la llegada del tercer minuto para volver a casa, al Súlimo, a las instancias de las puertas donde se registran los nombres de todos los muertos y nuevos muertos a diario.

Solo tres morirían aquel día, cada uno por sus pecados, en la puesta en escena de sí mismo moriría el lujurioso, buscando por todos los medios saciar su ruin necesidad sexual, genital, tristemente genital. También la gula, la gorda despostadera de cerdos que en una vida mejor decidía con su vitalidad y sonrisas alcanzar lo que quería, conseguía además unas libras más a diario, y finalmente moriría el despistado de su familia rodeado, desposeído, incauto, frágilmente, los tres permanecían en los ojos luna de sangre de la parca, en su llanto silencioso, en la cuidad que debían esperar el fin de su existencia, de su humanidad.

Llegado el tercer minuto, no lo pensó más, realizó su trabajo la dama armada como siempre, fríamente con el corazón lastimado llevaba a los nuevos muertos a la primera sala, derramando una lágrima por ellos, suplicando volver a casa a reposar su muerto corazón

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