Bella la dama oscura pasaba en
las mismas calles de la cuidad sulfuro, de la cuidad agonía, del mismo sitio
donde tantas veces había hecho de la suya gracias a su destino eterno de ser,
ella, la parca, la madre muerte, soñolienta, aletargada, esperando suavemente
el momento justo de hacer lo que desde un principio se le encargó, matar a los
hombres y mujeres, uno por uno, de la forma que merecen morir.
Esperaba bella, con una paz que
solo un muerto posee, la calma de la noche le ayudaba a hacer su trabajo, el
aire fresco, el pulso perfecto, el corazón que se queda entre los pulmones con
latidos distanciados el uno del otro, poco respiraba, poco sonreía, solo
esperaba la llegada del tercer minuto para volver a casa, al Súlimo, a las
instancias de las puertas donde se registran los nombres de todos los muertos y
nuevos muertos a diario.
Solo tres morirían aquel día,
cada uno por sus pecados, en la puesta en escena de sí mismo moriría el
lujurioso, buscando por todos los medios saciar su ruin necesidad sexual,
genital, tristemente genital. También la gula, la gorda despostadera de cerdos
que en una vida mejor decidía con su vitalidad y sonrisas alcanzar lo que
quería, conseguía además unas libras más a diario, y finalmente moriría el
despistado de su familia rodeado, desposeído, incauto, frágilmente, los tres
permanecían en los ojos luna de sangre de la parca, en su llanto silencioso, en
la cuidad que debían esperar el fin de su existencia, de su humanidad.
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